Judith Ortiz es la mayor de 15 hermanos. Desde niña entendió que la vida no le regalaría nada. Comenzó a trabajar desde muy joven, y más adelante, ya como madre de cuatro hijos, asumió sola la responsabilidad de sacarlos adelante.
"Trabajé desde los 13 años. Luego me casé, pero di con un hombre muy mujeriego. Me separé y decidí seguir sola con mis hijos. Me dediqué a trabajar de sol a sol, porque mi ideal era hacerlos profesionales, que tuvieran las oportunidades que yo no tuve", recuerda con la certeza de quien ha luchado con un propósito claro
Durante años no priorizó su descanso. Hasta que en 2020, su cuerpo le puso un alto. Un derrame cerebral, provocado por el estrés acumulado, la obligó a detenerse.
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"El último negocio que tuve fue un restaurante, y eso es muy estresante. Me dio el derrame de tanto manejar estrés. Ahí fue cuando mis hijos dijeron: 'Mi mamá no trabaja más'", señala.
Pero quedarse quieta no estaba en sus planes. Judith decidió reinventarse. Contra el miedo y la rutina, se abrió a nuevas posibilidades. "Yo no me iba a quedar sola sin hacer nada. Empecé a tejer, a ensayar cosas nuevas. Y un día, una de mis hijas me dijo: 'Madre, ¿por qué no haces ejercicio?' Y yo le respondí: '¿Ejercicio yo? ¡Si nunca he hecho eso!'", relata entre risas.
Y así, casi sin buscarlo, encontró una nueva pasión. A sus 71 años, el ejercicio no solo se volvió parte de su rutina: se convirtió en su motor, en una fuente de alegría, salud y sentido de vida
"Entré al gimnasio y me encontré con una instructora increíble, la profe Liz. Me enamoré del ejercicio. Me di cuenta de que a mi edad también podía moverme, entrenar. De niña siempre soñé con tener unos patines o una bicicleta, pero nunca fue posible porque venía de un hogar muy pobre", cuenta.
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Hoy, en aquella niña que soñaba con patinar vive una mujer decidida, que no permite que la edad limite sus sueños.
"El ejercicio me dio la alegría de vivir", afirma con una sonrisa. Su memoria aguda, su energía contagiosa y su historia demuestran que nunca es tarde para comenzar de nuevo.
"Un día pasaba por Compensar y le pregunté a una señorita: '¿Hasta qué edad puede uno hacer el curso de patinaje?' Me dijo: 'Hasta los 99 años.' Y yo le respondí: '¡Ay, me faltan 29!' Y me inscribí", dice entre carcajadas.
Hoy, Compensar se ha convertido en su segundo hogar. Allí encontró bienestar, comunidad y, sobre todo, amor propio.