La determinación de Catalina es cada vez mayor, por lo que empieza a perderle el miedo a cualquiera de los españoles que buscan hacerle daño o abusar de ella, aunque esto genere bastante temor en el padre, quien tan solo quiere protegerla de todos los males a los que está expuesta.
Esta mujer, por su parte y ante las advertencias del sacerdote, está decidida a ir ante el gobernador para relatarle su versión ante los hechos ocurridos el día en el que Nicuesa decidió invadir a su pueblo, saquearlos y raptarla a ella.
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Una vez ante la autoridad le asegura que está en contra de la ley establecida por él, ya que le parece injusta debido a que argumenta que el español la secuestró, acabando con su gente, no obstante, este señor le deja en claro que su presencia en el recinto no se debe a algo diferente a cumplir con un trato, el cual consiste en pagar el valor de la joya que ella quiere quitarle al capitán para que vuelva a ser de su propiedad.
Angustiada por el alto valor que le impusieron por este objeto de valor, Catalina decide entregar otra joya cuyo costo es mayor a aquella que le fue arrebatada en un principio.
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Como uno de sus motivos para explicar por qué está tan empeñada en tener de vuelta lo que era suyo, la mujer revela que esto fue un obsequio de su madre y el cual se convierte en el último recuerdo que tiene de ella, por lo que no hay nada que pueda compensar el no tenerla.
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