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Cabezote Los Informantes

Los huérfanos de la UP lograron que la Corte Interamericana de Derechos Humanos condenara al Estado

Luego de migrar a Alemania y Bogotá, respectivamente, Alexis Eduardo y Manuela Gaviria Serna se reunieron con más huérfanos de la UP para buscar justicia en nombre de aquellas personas que ya no están.

Andrés Sanín habló con dos de los miles de huérfanos de la UP que se pusieron de pie para buscar justicia.

En Colombia un partido político, la Unión Patriótica, UP, fue exterminado por pensar distinto en una operación sin precedentes a la que llamaron 'El baile rojo', un horror que muy pocos recuerdan y que volvió a ser noticia después de 30 años, cuando una corte internacional condenó al Estado por complicidad.

Manuela Gaviria Serna y Alexis Eduardo Yaya son dos de los miles de huérfanos que dejó el extermino sistemático de la UP, con más de 60 mil víctimas de homicidios, ejecuciones extrajudiciales, desapariciones forzadas, torturas, amenazas, exilio y un dolor imposible de cuantificar.

La Unión Patriótica surgió en 1985, cuando el gobierno de Belisario Betancur y las FARC hicieron un cese al fuego y abrieron la posibilidad de que pudieran hacer política legalmente con la esperanza de ser un partido de izquierda que demostrara que es posible hacer cambios sin violencia, pero que muy rápidamente empezó a ser estigmatizado y erradicado.

Los miembros del partido eran como una familia y se conocían tanto que cada muerte era tan o más difícil que esos asesinatos de dos candidatos presidenciales que tuvo la UP a finales de los 80: Jaime Pardo Leal y Bernardo Jaramillo.

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Para protegerlos, el Estado les asignó escoltas, pero según cuenta Alexis, fueron precisamente esos mismos escoltas los que entregaron a su papá a los paramilitares y lo masacraron frente a la puerta de su casa.

En silencio y durante tres décadas estuvieron cayendo como fichas de dominó más de seis mil miembros o simpatizantes de la UP en lo que llamaron la operación 'Baile Rojo', un genocidio que dejó un listado interminable de víctimas y que ocurrió con complicidad de agentes del Estado en un país acostumbrado a la violencia.

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A Alexis lo cogió monseñor, un amigo de su mamá, y terminó exiliado en Alemania, lejos de su familia y de su lengua, cuando era tan solo un chico. Manuela tuvo que irse de Medellín a Bogotá con su familia, fingir que no había pasado nada y encerrarse en su silencio. El dolor lo lleva siempre, pero no dejó que la matara por dentro, sino que lo usó para solidarizarse con el sentimiento de otras víctimas y trabajar por ellas desde la Unidad de Víctimas, el Centro de Memoria Histórica y la Justicia Especial para la Paz (JEP).

Alexis y Manuela no estaban solos, otras víctimas de genocidio regadas por todo el país se habían unido para crear la corporación Reiniciar, levantar la voz sin miedo, juntar las piezas rotas y revivir procesos que estaban sepultados en el olvido. Exponerse y volver a recibir amenazas valió la pena, cuando después de décadas de impunidad y genocidio la Corte Interamericana de Derechos Humanos condenó al Estado colombiano por su indolencia, por su omisión y por esa alianza que hubo con paramilitares, narcos y algunos políticos, empresarios y miembros de la Fuerza Pública para exterminar a los integrantes de la UP.

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